A mediados del siglo XIX, la Plaza Mayor de Lima formaba un cuadrado perfecto. La Catedral y el Arzobispado ocupaban el lado oriental, mientras que en el norte se encontraba el Palacio Nacional y los otros dos lados estaban ocupados por casas particulares, adornadas con balcones coloniales. Además, alrededor de la plaza había varios portales, donde varios negociantes -la mayoría extranjeros- exponían productos europeos. Al medio de la Plaza se levantaba una adornada fuente de bronce, de donde se acarreaba agua limpia.
En esa época artesanos europeos ya habían ocupado los principales talleres nacionales desplazando a los artesanos locales que no podían competir contra la tecnología y los conocimientos “modernos” que llegaban del viejo mundo. Sastres, zapateros, talabarteros y todo europeo que se dedicaba a trabajos de manufactura logró insertarse en la sociedad peruana con relativa facilidad.
En ese contexto, la colonia británica siguió creciendo, aunque para la mayoría de sus miembros su residencia en el país no tenía carácter permanente. Los comerciantes, empleados, artesanos, mecánicos, químicos, técnicos o aventureros británicos tenían grabada en la mente la idea de volver a casa convertidos en millonarios o con una importante cantidad de dinero que les permitiera establecer su propia firma en su país de origen.
La mayor parte de los miembros de la colonia inglesa vivía en el centro de Lima y en el Callao, mientras que Miraflores, Barranco y Chorrillos recién comenzaban su desarrollo urbano y eran considerados lugares de esparcimiento. Los jóvenes solteros ingleses solían vivir en habitaciones o departamentos ubicados en los altos de los negocios donde trabajaban y la presencia de varones ingleses era muy superior a la de damas de la misma nacionalidad.
En aquella época los extranjeros solían ser recibidos por la sociedad limeña con franca hospitalidad. El mobiliario limeño era en general de una extrema simplicidad: todo el lujo de la pieza principal era formado por algunos sofás de crin, sillas, taburetes, una alfombra o esteras de juncos trenzados, un piano, una mesita portando un ramo de flores o una fuente de plata llena de una mezcla de flores deshojadas.
El dormitorio principal encerraba ordinariamente todas las elegancias del mobiliario.
Los espejos eran pocos y de pequeña dimensión; las cortinas y cortinajes no eran usuales en Lima. Las mujeres casadas y las jóvenes, indistintamente, recibían visitas en casa, en horarios preestablecidos que incluso se anunciaban en los diarios. La presentación de un extranjero recién llegado al país podía ser inesperada, pero nunca producía una sorpresa.
Las mujeres de la clase alta normalmente recibían a sus visitas vestidas a la francesa, con una elegancia esmerada y notoria. Las modas parisienses se introdujeron sin dificultad en el Perú. En tanto, el amor inmoderado por las flores y los perfumes era una característica de la población de toda condición social. Era preciso que una casa sea muy pobre para que no se encuentre en ella una cesta de flores y un pomo de agua rica. Era una galantería muy usada la de adornar el ojal y perfumar el pañuelo del visitante.
En las grandes circunstancias, en las épocas de bautizo o de aniversario, el lujo supremo consistía en repartir a los invitados manzanitas verdes, en las que se hacían incisiones con elegantes arabescos, llenas de polvo de áloe y entrecortadas por varios clavos de olor. Estos diversos ingredientes, cuya humedad era mantenida por el jugo de la fruta, desprendían un olor de
lo más agradable. También se regalaban naranjas colocadas en redecillas de filigrana de plata, y, sobre todo, largas pastillas de incienso cubiertas de papel metálico color de fuego con diferentes adornos.
Las principales diversiones eran el teatro, la opera, las corridas de toros -que llegaban a extremos salvajes en la Plaza de Acho- y el juego de lotería, que reunía a verdaderas multitudes en la Plaza Mayor, donde se realizaba el sorteo en un tabladillo especialmente acondicionado para la ocasión. Por otra parte, los sectores populares disfrutaban con devoción las peleas de gallos.
Otro popular pasatiempo de la sociedad peruana era los juegos de cartas y la afición se extendía a los extranjeros. Por ejemplo, Heinrich Witt revela en su diario personal que en el año 1852 existía el British Whist Club, que funcionaba en un hotel de amplios salones ubicado en una de las esquinas de la Plaza Mayor. Entre los miembros del club estuvieron los hermanos John y Alexander Blacker. “British Whist” era el nombre de un juego de cartas del cual posteriormente derivó el Bridge.
Foto: Vista de la calle Mercaderes en una mañana de verano. Archivo Courret.
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