Cuando los hermanos Blacker llegaron al Perú, la influencia inglesa era notoria en varios aspectos de la vida nacional. Por ejemplo, fueron ingleses los que se encargaron de la construcción del primer ferrocarril de América del Sur que unió Lima y el Callao. El director de la obra fue John Nugent Rudall, quien trabajó junto a los ingenieros Jorge Ellir y Alejandro Forsyth. En julio de 1850 se iniciaron los trabajos y cinco meses después se hizo el primer viaje de prueba entre el Callao y la Plaza San Juan de Dios, hoy Plaza San Martín.
El 3 de enero de 1851 comenzó el servicio de pasajeros y el 17 de mayo se inauguró oficialmente la línea. La construcción de los 14 kilómetros de la vía se efectuó en 11 meses y 18 días. Dos locomotoras importadas de Inglaterra recibieron los nombres de “Lima” y “Callao”.
La construcción del ferrocarril fue el primer paso hacia la modernización de la ciudad. Hasta ese momento el transporte había dependido exclusivamente de la fuerza animal. Burros, mulas y caballos eran utilizados para jalar calesas, balancines y coches.
Las calesas eran impulsadas por mulas o por pequeños caballos, cuya flacura y mala alimentación ha sido reseñada por varios viajeros de la época. Las calesas tenían dos enormes ruedas y el cuerpo del coche, barnizado de verde o de cabritilla, se decoraba con guirnaldas doradas. El cochero montaba el caballo enganchado fuera de las varas y llevaba una levita.
Adicionalmente, para transportarse del puerto del Callao a Lima, existía un servicio conocido como el ómnibus, un armatoste jalado por caballos que hacía el viaje tres veces al día. Precisamente, en la época en la que los Blacker llegaron al Perú, este servicio era recomendado a los extranjeros por motivos de seguridad. El camino del Callao a Lima era considerado muy peligroso porque las crisis revolucionarias que se habían sucedido en el Perú desde la emancipación habían creado toda una población de soldados sin bandera y sin sueldo regular llamados los salteadores. Estos sujetos se dedicaban a asaltar a los viajeros que se atrevían a alquilar caballos y coches particulares para recorrer las dos leguas de la llanura descubierta que conducía a Lima.
Por eso el ómnibus era el medio de transporte preferido. El viaje costaba medio duro de plata. El trayecto se iniciaba con el coche rodando ruidosamente por el empedrado de la principal calle porteña. A la salida del Callao, el vehículo entraba en un camino de polvo compacto que apaciguaba los ruidos, pero producía un balanceo constante. Como fumar tabaco era una de las costumbres más difundidas de la época, era usual que dentro del vehículo todos los pasajeros tuvieran un cigarrillo en la boca, lo que provocaba humaredas asfixiantes.
El primer tramo del camino a Lima estaba rodeado de paredes anchas, construidas en tapia, que servían para delimitar propiedades que parecían ruinas. Entre esos cercos habían matorrales polvorientos y el suelo apenas tenía plantas que servían de pasto a unos cuantos toros flacos.
Por el camino iban también burros en tropel, en medio de una nube de polvo, transportando a la ciudad los bultos desembarcados en el Callao. Casi todos los burros cargaban un peso exagerado, y el palo de los arrieros no siempre podía apurar su marcha. Era usual que algunos burros cayeran exhaustos durante el trayecto. Los esqueletos y las osamentas regadas en el camino atestiguaban que numerosos animales retrasados habían servido de pasto a las aves de rapiña que abundaban en el Callao y Lima.
El ómnibus pasaba a través de la aldea de Bella Vista y sus humildes casitas color lodo. Durante la primera parte del trayecto sólo se podía divisar un árbol, bajo cuya sombra se encontraba normalmente una vendedora junto a una pequeña mesa cubierta con un paño sobre la que habían dulces espesos como la mazamorra y botellones de chicha.
El ómnibus nunca se detenía en ese improvisado puesto de venta y seguía camino hasta el pueblo de La Legua, donde se levantaba una iglesia de la época del renacimiento conocida como Nuestra Señora del Carmen. Al pasar frente a la iglesia, el cochero detenía a sus caballos delante de una pulpería, donde se vendían panecillos mal cocidos, dulces, naranjas, chicha, pisco y licores vulgares. Después de una pausa de diez minutos, el ómnibus reiniciaba su marcha.
La última parte del camino a Lima estaba rodeada de cañaverales casi impenetrables, que solían ser guarida de los tan temidos salteadores. El camino era angosto, pero cuando se terminaba de recorrerlo el campo cambiaba de aspecto. Ya se podían encontrar algunas chacras en medio de un bosque de higueras o naranjales; platanales, campos de maíz y alfalfa.
Poco después el ómnibus entraba en una avenida de sauces que, juntando sus ramas, formaban una bóveda de vegetación que proyectaban una sombra espesa. Entre el camino y las alamedas paralelas corrían acequias que fertilizaban plantas y flores silvestres; y de distancia en distancia, se abrían anchos óvalos, rodeados por pequeños muros de ladrillos artesanales.
El coche rodaba sobre el pavimento, con un ruido que interrumpía toda conversación, y luego doblaba bruscamente hacia la izquierda, dirigiéndose hacia un gran pórtico decorado, con bastante elegancia, con molduras en estuco. Una gran puerta cerrada por dos hojas pintadas de verde ocupaba el centro; tenía a los lados dos puertas más pequeñas, una de las cuales estaba abierta: era la portada del Callao, principal entrada de la amurallada ciudad de Lima.
Después de que los pasajeros cumplían con la formalidad del impuesto, el ómnibus continuaba su marcha por una larga calle bordeada de paredes sobre las cuales se pintaban fachadas de casas, simulando puertas y ventanas, hasta que entraba a una calle de casas verdaderas y terminaba su recorrido en la calle de Mercaderes. Una crónica detallada de este viaje puede encontrarse en el libro del viajero francés Max Radiguet llamado Souvenirs de la L´Amérique Espagnole.
Foto: Lima, presumiblemente en 1860. Balancines, calesas y coches fueron el principal medio de transporte durante el Siglo XIX. Archivo Courret.
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