martes, 29 de enero de 2008

Historia de amor

Sobre las actividades comerciales que desarrolló John Blacker en el país no se han encontrado pistas concretas que permitan, por ejemplo, conocer los detalles de su función como empleado y luego socio de la firma Isaac & Co. Tampoco se ha podido determinar el tipo de productos que comercializaba en el almacén de la calle Bodegones.

Respecto a este último dato, es preciso señalar que en esa época las calles tenían solamente una cuadra de extensión y llevaban los nombres de algún vecino notable, de alguna actividad en particular o de algún suceso que había quedado grabado en la memoria colectiva. En el caso de Bodegones, la calle llevaba ese nombre desde la colonia porque hubo en ella varios establecimientos con bodegas de vino, aceite, aguardiente, miel, azúcar, maíz y trigo.

Sin detalles específicos sobre su trabajo como comerciante, los mayores datos del paso de John Blacker Thierry por el Perú se limitan al plano personal. Hay indicios que demuestran que el círculo de amistades de Blacker en Lima estaba compuesto básicamente por extranjeros. Sin embargo, en 1852, o tal vez antes, Blacker conoció a Gavina Martel Reyes. No se sabe en qué circunstancias se produjo el primer encuentro, pero en 1852 él tenía 30 años y ella 17.

En aquella época todas las actividades sociales se desarrollaban en la Plaza Mayor, donde se reunían las personas de todos los estratos sociales para celebrar principalmente las fiestas religiosas. En Lima se honraba oficialmente a casi todos los santos del calendario. Pero esas fiestas religiosas que se iniciaban con sentimientos de recogimiento y devoción se transformaban luego en verdaderos jolgorios callejeros.

En los días festivos más importantes, a la salida de las iglesias, era común encontrar en la Plaza Mayor todo tipo de actividades. Por ejemplo, era frecuente que músicos negros pidieran caridad exhibiendo sus habilidades para el canto y el baile, mientras vendedores de lotería gritaban la suerte. También era común ver a las mistureras alabando sus flores y a los tamaleros y fresqueras ofreciendo sus productos en las mesas que colocaban en el centro de la plaza, siempre al lado de la fuente de agua.

Vendedores cholos y negros vendían, en medio de braseros humeantes, viandas como el pepián y el picante. Salchichas, embutidos, jamones, aves crudas y desplumadas también se ofrecían en medio de aquel bullicio inagotable. Los serenos, silbato en mano, patrullaban a pie la ciudad y se encargaban de la seguridad pública durante las noches de fiesta.

Por otra parte, durante el día, algunas mujeres todavía usaban la saya y el manto, así como el zapato de raso blanco, mientras que los hombres acostumbraban vestir a la europea. Las limeñas salían usualmente solas a recorrer a pie la Plaza Mayor y en varias crónicas de la época se alaba su desinhibida coquetería orientada a la consecución de un esposo. Aunque a partir de 1850 la presencia de las tapadas limeñas se había reducido considerablemente, todavía se podían apreciar algunas en días de fiesta.

Por muchos años las tapadas habían sido las que tomaban la iniciativa cuando se interesaban por algún caballero, sobre todo extranjero. Su manta no era tan inflexiblemente cerrada. Una limeña bonita encontraba en su camino mil pretextos para descubrirse con la finalidad de recoger al paso una mirada de admiración o una alabanza.

Es improbable que Gavina Martel haya sido una de las pocas tapadas limeñas que todavía paseaban por la Plaza Mayor cuando conoció a John Blacker. De acuerdo a registros oficiales, Gavina fue hija de José Dolores Martel Ruiz, mestizo, natural de Trujillo e hijo legítimo de Valentín Martel y Gregoria Ruiz, mientras que su madre fue Gertrudis Reyes Torres, mestiza, nacida en Ica e hija natural de Juan Reyes y Manuela Torres.

Los padres de Gavina se casaron en Lima, en la iglesia de San Lázaro, el 8 de marzo de 1822. Es decir, en plena y caótica transición de la colonia a la independencia. Sus testigos de matrimonio fueron Jorge Aponte y Esteban Iturrizaga. En el censo de Lima, correspondiente al mes de febrero de 1826, se ha encontrado registro de una sola persona que respondía al nombre de José Martel. Tenía 34 años, ocupaba la tienda 299 en el barrio 1, cuartel 1, que pertenecía a la parroquia de la Catedral; y su oficio era enrrizador.

Entre los miles de censados en 1826 era la única persona que aparecía con esa extraña ocupación. Posteriormente, a través de un documento que data de 1839, se descubrió que Martel era enrrizador de mantas. El documento lleva la firma del diputado Guillermo Carrillo, quien en esa época fue encargado de realizar una clasificación de los negocios de la industria de enrrizadores de mantas.

Carrillo señala que al 8 de agosto de 1839 habían seis enrrizadores en Lima, uno de los cuales era José Dolores Martel, quien era propietario de una tienda en el número 371 de la calle Veracruz. El negocio de Martel fue clasificado como el único de segunda categoría, mientras que habían tres tiendas de primera categoría, una de tercera categoría y otra de cuarta categoría. De acuerdo a esta clasificación, los contribuyentes pagaban impuestos al Estado y a Martel le correspondía abonar tres pesos y dos medios reales.

A pesar de ser propietario de un negocio, la posición que ocupaba José Martel en la sociedad limeña no parece haber sido muy valorada. El y su familia vivieron por mucho tiempo en el barrio de Santo Domingo, ubicado en el centro de Lima, cerca de la plaza principal y con mucho movimiento comercial. Se cree que Gavina pasó su infancia en ese barrio, mientras que respecto a su adolescencia se sabe que muy joven fue madre soltera de un niño llamado José Páramo.

Lo más probable es que Gavina haya conocido a John Blacker poco tiempo después de haber dado a luz a su primer hijo. Ella y John establecieron una relación sentimental que se prolongó por lo menos durante siete años. Esta conclusión se desprende por el número de hijos que tuvieron. Aparte de la ya citada Manuela, de su relación nacieron Leoncio Blacker Martel, Aurelia Blacker Martel y Natalia Blacker Martel.

Foto: La exótica belleza de Gavina Martel en 1866. En ese momento ya era madre de cinco hijos. Foto cortesía Nilemón Blacker.

jueves, 24 de enero de 2008

La sociedad limeña

A mediados del siglo XIX, la Plaza Mayor de Lima formaba un cuadrado perfecto. La Catedral y el Arzobispado ocupaban el lado oriental, mientras que en el norte se encontraba el Palacio Nacional y los otros dos lados estaban ocupados por casas particulares, adornadas con balcones coloniales. Además, alrededor de la plaza había varios portales, donde varios negociantes -la mayoría extranjeros- exponían productos europeos. Al medio de la Plaza se levantaba una adornada fuente de bronce, de donde se acarreaba agua limpia.

En esa época artesanos europeos ya habían ocupado los principales talleres nacionales desplazando a los artesanos locales que no podían competir contra la tecnología y los conocimientos “modernos” que llegaban del viejo mundo. Sastres, zapateros, talabarteros y todo europeo que se dedicaba a trabajos de manufactura logró insertarse en la sociedad peruana con relativa facilidad.

En ese contexto, la colonia británica siguió creciendo, aunque para la mayoría de sus miembros su residencia en el país no tenía carácter permanente. Los comerciantes, empleados, artesanos, mecánicos, químicos, técnicos o aventureros británicos tenían grabada en la mente la idea de volver a casa convertidos en millonarios o con una importante cantidad de dinero que les permitiera establecer su propia firma en su país de origen.

La mayor parte de los miembros de la colonia inglesa vivía en el centro de Lima y en el Callao, mientras que Miraflores, Barranco y Chorrillos recién comenzaban su desarrollo urbano y eran considerados lugares de esparcimiento. Los jóvenes solteros ingleses solían vivir en habitaciones o departamentos ubicados en los altos de los negocios donde trabajaban y la presencia de varones ingleses era muy superior a la de damas de la misma nacionalidad.

En aquella época los extranjeros solían ser recibidos por la sociedad limeña con franca hospitalidad. El mobiliario limeño era en general de una extrema simplicidad: todo el lujo de la pieza principal era formado por algunos sofás de crin, sillas, taburetes, una alfombra o esteras de juncos trenzados, un piano, una mesita portando un ramo de flores o una fuente de plata llena de una mezcla de flores deshojadas.

El dormitorio principal encerraba ordinariamente todas las elegancias del mobiliario.
Los espejos eran pocos y de pequeña dimensión; las cortinas y cortinajes no eran usuales en Lima. Las mujeres casadas y las jóvenes, indistintamente, recibían visitas en casa, en horarios preestablecidos que incluso se anunciaban en los diarios. La presentación de un extranjero recién llegado al país podía ser inesperada, pero nunca producía una sorpresa.

Las mujeres de la clase alta normalmente recibían a sus visitas vestidas a la francesa, con una elegancia esmerada y notoria. Las modas parisienses se introdujeron sin dificultad en el Perú. En tanto, el amor inmoderado por las flores y los perfumes era una característica de la población de toda condición social. Era preciso que una casa sea muy pobre para que no se encuentre en ella una cesta de flores y un pomo de agua rica. Era una galantería muy usada la de adornar el ojal y perfumar el pañuelo del visitante.

En las grandes circunstancias, en las épocas de bautizo o de aniversario, el lujo supremo consistía en repartir a los invitados manzanitas verdes, en las que se hacían incisiones con elegantes arabescos, llenas de polvo de áloe y entrecortadas por varios clavos de olor. Estos diversos ingredientes, cuya humedad era mantenida por el jugo de la fruta, desprendían un olor de
lo más agradable. También se regalaban naranjas colocadas en redecillas de filigrana de plata, y, sobre todo, largas pastillas de incienso cubiertas de papel metálico color de fuego con diferentes adornos.

Las principales diversiones eran el teatro, la opera, las corridas de toros -que llegaban a extremos salvajes en la Plaza de Acho- y el juego de lotería, que reunía a verdaderas multitudes en la Plaza Mayor, donde se realizaba el sorteo en un tabladillo especialmente acondicionado para la ocasión. Por otra parte, los sectores populares disfrutaban con devoción las peleas de gallos.

Otro popular pasatiempo de la sociedad peruana era los juegos de cartas y la afición se extendía a los extranjeros. Por ejemplo, Heinrich Witt revela en su diario personal que en el año 1852 existía el British Whist Club, que funcionaba en un hotel de amplios salones ubicado en una de las esquinas de la Plaza Mayor. Entre los miembros del club estuvieron los hermanos John y Alexander Blacker. “British Whist” era el nombre de un juego de cartas del cual posteriormente derivó el Bridge.

Foto: Vista de la calle Mercaderes en una mañana de verano. Archivo Courret.

martes, 22 de enero de 2008

El ferrocarril

Cuando los hermanos Blacker llegaron al Perú, la influencia inglesa era notoria en varios aspectos de la vida nacional. Por ejemplo, fueron ingleses los que se encargaron de la construcción del primer ferrocarril de América del Sur que unió Lima y el Callao. El director de la obra fue John Nugent Rudall, quien trabajó junto a los ingenieros Jorge Ellir y Alejandro Forsyth. En julio de 1850 se iniciaron los trabajos y cinco meses después se hizo el primer viaje de prueba entre el Callao y la Plaza San Juan de Dios, hoy Plaza San Martín.

El 3 de enero de 1851 comenzó el servicio de pasajeros y el 17 de mayo se inauguró oficialmente la línea. La construcción de los 14 kilómetros de la vía se efectuó en 11 meses y 18 días. Dos locomotoras importadas de Inglaterra recibieron los nombres de “Lima” y “Callao”.

La construcción del ferrocarril fue el primer paso hacia la modernización de la ciudad. Hasta ese momento el transporte había dependido exclusivamente de la fuerza animal. Burros, mulas y caballos eran utilizados para jalar calesas, balancines y coches.

Las calesas eran impulsadas por mulas o por pequeños caballos, cuya flacura y mala alimentación ha sido reseñada por varios viajeros de la época. Las calesas tenían dos enormes ruedas y el cuerpo del coche, barnizado de verde o de cabritilla, se decoraba con guirnaldas doradas. El cochero montaba el caballo enganchado fuera de las varas y llevaba una levita.

Adicionalmente, para transportarse del puerto del Callao a Lima, existía un servicio conocido como el ómnibus, un armatoste jalado por caballos que hacía el viaje tres veces al día. Precisamente, en la época en la que los Blacker llegaron al Perú, este servicio era recomendado a los extranjeros por motivos de seguridad. El camino del Callao a Lima era considerado muy peligroso porque las crisis revolucionarias que se habían sucedido en el Perú desde la emancipación habían creado toda una población de soldados sin bandera y sin sueldo regular llamados los salteadores. Estos sujetos se dedicaban a asaltar a los viajeros que se atrevían a alquilar caballos y coches particulares para recorrer las dos leguas de la llanura descubierta que conducía a Lima.

Por eso el ómnibus era el medio de transporte preferido. El viaje costaba medio duro de plata. El trayecto se iniciaba con el coche rodando ruidosamente por el empedrado de la principal calle porteña. A la salida del Callao, el vehículo entraba en un camino de polvo compacto que apaciguaba los ruidos, pero producía un balanceo constante. Como fumar tabaco era una de las costumbres más difundidas de la época, era usual que dentro del vehículo todos los pasajeros tuvieran un cigarrillo en la boca, lo que provocaba humaredas asfixiantes.

El primer tramo del camino a Lima estaba rodeado de paredes anchas, construidas en tapia, que servían para delimitar propiedades que parecían ruinas. Entre esos cercos habían matorrales polvorientos y el suelo apenas tenía plantas que servían de pasto a unos cuantos toros flacos.
Por el camino iban también burros en tropel, en medio de una nube de polvo, transportando a la ciudad los bultos desembarcados en el Callao. Casi todos los burros cargaban un peso exagerado, y el palo de los arrieros no siempre podía apurar su marcha. Era usual que algunos burros cayeran exhaustos durante el trayecto. Los esqueletos y las osamentas regadas en el camino atestiguaban que numerosos animales retrasados habían servido de pasto a las aves de rapiña que abundaban en el Callao y Lima.

El ómnibus pasaba a través de la aldea de Bella Vista y sus humildes casitas color lodo. Durante la primera parte del trayecto sólo se podía divisar un árbol, bajo cuya sombra se encontraba normalmente una vendedora junto a una pequeña mesa cubierta con un paño sobre la que habían dulces espesos como la mazamorra y botellones de chicha.

El ómnibus nunca se detenía en ese improvisado puesto de venta y seguía camino hasta el pueblo de La Legua, donde se levantaba una iglesia de la época del renacimiento conocida como Nuestra Señora del Carmen. Al pasar frente a la iglesia, el cochero detenía a sus caballos delante de una pulpería, donde se vendían panecillos mal cocidos, dulces, naranjas, chicha, pisco y licores vulgares. Después de una pausa de diez minutos, el ómnibus reiniciaba su marcha.

La última parte del camino a Lima estaba rodeada de cañaverales casi impenetrables, que solían ser guarida de los tan temidos salteadores. El camino era angosto, pero cuando se terminaba de recorrerlo el campo cambiaba de aspecto. Ya se podían encontrar algunas chacras en medio de un bosque de higueras o naranjales; platanales, campos de maíz y alfalfa.

Poco después el ómnibus entraba en una avenida de sauces que, juntando sus ramas, formaban una bóveda de vegetación que proyectaban una sombra espesa. Entre el camino y las alamedas paralelas corrían acequias que fertilizaban plantas y flores silvestres; y de distancia en distancia, se abrían anchos óvalos, rodeados por pequeños muros de ladrillos artesanales.

El coche rodaba sobre el pavimento, con un ruido que interrumpía toda conversación, y luego doblaba bruscamente hacia la izquierda, dirigiéndose hacia un gran pórtico decorado, con bastante elegancia, con molduras en estuco. Una gran puerta cerrada por dos hojas pintadas de verde ocupaba el centro; tenía a los lados dos puertas más pequeñas, una de las cuales estaba abierta: era la portada del Callao, principal entrada de la amurallada ciudad de Lima.

Después de que los pasajeros cumplían con la formalidad del impuesto, el ómnibus continuaba su marcha por una larga calle bordeada de paredes sobre las cuales se pintaban fachadas de casas, simulando puertas y ventanas, hasta que entraba a una calle de casas verdaderas y terminaba su recorrido en la calle de Mercaderes. Una crónica detallada de este viaje puede encontrarse en el libro del viajero francés Max Radiguet llamado Souvenirs de la L´Amérique Espagnole.

Foto: Lima, presumiblemente en 1860. Balancines, calesas y coches fueron el principal medio de transporte durante el Siglo XIX. Archivo Courret.

lunes, 21 de enero de 2008

Los Blacker

Como se comentó en el post anterior, el apogeo del guano atrajo al Perú a una gran cantidad de inmigrantes ingleses, entre ellos los hermanos Alexander y John Blacker Thierry, ambos comerciantes, de religión protestante y naturales de Strood, Gloucestershire, Inglaterra.

No se ha encontrado una fecha exacta del arribo de los Blacker al Perú, pero existen algunas pistas que los sitúan en el país a mediados de 1800. La primera de estas pistas es el diario personal del viajero alemán Heinrich Witt, quien describe un paseo que hizo a Chorrillos junto a John Blacker en 1849.

Otra pista es una partida de bautizo en la que Alexander Blacker Thierry, de 25 años, aparece con el nombre castellanizado (Alejandro) y como padrino de Enrique Eduardo Higginson Carreño, hijo de Enrique Higginson Andrews y María Natividad Carreño. El bautizo se realizó en la iglesia Matriz del Callao (San Simón y San Judas Tadeo) el 18 de octubre de 1850.

Si bien estos dos documentos no son suficiente prueba para establecer exactamente el año del arribo de los Blacker al país, por lo menos certifican que en 1849 uno de los hermanos ya estaba en el Perú. En el caso específico de Alexander Blacker, la pista confirma además su estrecha relación con la familia Higginson, la que sin duda marcó el rumbo de su vida en el país. Adicionalmente, se halló un documento gráfico fechado en 1847 que permite suponer que, antes de llegar al Perú, Alexander Blacker vivió en Chile, país donde también residió la familia Higginson.

Respecto a John Blacker Thierry, también se ha encontrado otra prueba que consigna su nombre castellanizado (Juan). Se trata de una partida de bautizo, donde figura como padre de Manuela Blacker Martel, quien nació en Lima el 25 de marzo de 1853. El bautizo se efectuó cuando la niña tenía 6 años en el Sagrario de la Catedral el 7 de noviembre de 1859. Además, se consigna que Manuela fue bautizada por caso de necesidad. Es decir, padecía alguna enfermedad o alguna epidemia infecciosa amenazaba la ciudad (en aquella época el concepto de salud pública recién estaba adquiriendo cierta importancia gracias a la aparición de La Gaceta Médica de Lima y a la reorganización de la escuela de medicina).

En el caso de John Blacker se ha podido determinar que se desempeñó en un principio como empleado de un comerciante de origen alemán apellidado Bergmann (se presume que se trató de Juan Federico Bergmann). Posteriormente, Blacker se convirtió en empleado y luego en socio de la firma Isaac & Company, cuyos miembros principales eran los hermanos ingleses Frederick Simeon Isaac y Benjamin Isaac.

También se ha descubierto que Blacker ocupó un almacén en la calle Bodegones, a unos pasos de la Plaza Mayor, y que durante su estadía en el país se le conoció con el nombre de Juan. En aquellos tiempos, si algún extranjero que no fuera español llegaba al Perú, su nombre era inmediatamente castellanizado o modificado para hacer más fácil la pronunciación e identificación. A veces incluso se cambiaban totalmente los apellidos: si un extranjero apellidaba White podía terminar siendo Blanco.

Foto: Alejandro Blacker Thierry, con un puro en la mano, en Chile, 1847. Foto cortesía del Dr. John Blacker.

miércoles, 16 de enero de 2008

El valor del guano

El desarrollo de nuevas rutas marítimas hizo más fácil el arribo de inmigrantes al Perú. Sin embargo, así como muchos extranjeros llegaban al país, otros decidían marcharse. Uno de los comerciantes ingleses que decidió buscar fortuna en otro país fue Henry Dalton, cuya casa comercial sufrió daños en 1838 durante la guerra entre Chile y la Confederación Peruana-Boliviana.

La inestabilidad política del Perú, el declive de sus negocios y una enfermedad desconocida empujaron a Dalton a irse del país. El comerciante inglés partió del Callao en 1841 rumbo a México en el único barco que le quedaba y llevó consigo una importante cantidad de mercaderías. Endeudado con otros comerciantes ingleses y abandonando todo, incluyendo a una mujer con la que nunca se casó y a sus hijos, Dalton dejó atrás veinte años de estadía en el Perú.

Paradójicamente, ese mismo año se inició una actividad que cambiaría la situación económica y política del país: la comercialización del guano. El fertilizante natural fue un éxito en Europa y produjo una prosperidad que atraería a nuevos comerciantes, aventureros y artesanos no sólo británicos sino de toda Europa. A mediados de la década de 1840, el guano era el principal producto de las exportaciones peruanas. Las islas guaneras estaban repartidas entre las diferentes provincias del litoral y habían acumulado a través de los años inmensas cantidades de estiércol de aves.

De otro lado, el rápido crecimiento de la Pacific Steam Navigation Company y su tránsito marítimo más intenso provocó que empezara a encontrar cada vez más problemas para realizar reparaciones y aprovisionarse de carbón. Esta situación condujo a la construcción, en 1843, de un depósito y un taller de reparaciones en el Callao para el uso exclusivo de la PSNC, lo que obviamente permitió la llegada de un importante número de mecánicos e ingenieros ingleses. En algún momento la compañía llegó a tener más de 40 vapores operando en costas peruanas, por lo que también tuvo que establecer en el Callao una panadería y una carnicería para aprovisionar a los barcos. Incluso, la PSNC tenía tierras para criar ganado y construyó casas para sus empleados ingleses, así como su propio hospital y teatro.

La colonia británica ya estaba organizada y cumplía un rol importante en la sociedad. Una nueva muestra de ello fue la fundación de la Biblioteca Inglesa, un lugar donde se ofrecían periódicos extranjeros, principalmente franceses, ingleses y españoles, así como las obras más modernas relacionadas al comercio y la literatura.

En aquella época la vida nacional giraba alrededor del guano. En 1849 uno de los lugares más protegidos por las autoridades nacionales, a través de ordenanzas que incluso prohibían molestar a las aves, eran las llamadas Islas Chincha, un grupo de rocas situadas a una decena de millas de la costa, al frente de la ciudad de Pisco. Cuando un navío llegaba a esa zona recibía un número de orden que indicaba su turno de carga, el que a veces demoraba dos o tres meses en hacerse efectivo.

Al llegar su turno, la nave atracaba cerca de las rocas puntiagudas que formaban la isla y a través de una larga manga de tela que bajaba de lo alto de esas rocas se transportaba el guano. La explotación del fertilizante natural era un trabajo simple. Los barcos se amarraban en los puntos de las islas más pacíficos y volquetes arrastrados por mulas, sobre pequeños trenes de rieles móviles, se acercaban hasta los barcos a vaciar su carga. Para esta operación sólo se necesitaban algunos centenares de trabajadores, que el gobierno elegía, por economía, entre los inmigrantes chinos y polinesios, quienes además vivían en las islas y dormían en cuadras bajo inhumanas condiciones.

Agentes del fisco estaban encargados de las operaciones y vigilancia del negocio. Ellos permanecían un año en sus puestos y vivían también en las islas, en casas de madera, que no eran inmunes al penetrante olor a amoníaco que despedía el abono. La explotación del guano se impulsó bajo el sistema de contratos y consignaciones que hizo particularmente poderosa a la casa londinense de Antony Gibbs & Co y su sucursal limeña, y produjo una bonanza económica que sirvió para apaciguar los afanes caudillistas que habían impedido durante años concretar cualquier política nacional de largo plazo.

La importancia que alcanzó el fertilizante natural terminó con el periodo histórico conocido como el Primer Militarismo y fortaleció la figura del presidente Ramón Castilla durante su primer gobierno (1845-1851). Además, generó la llegada de créditos extranjeros, aumentó la presencia de inmigrantes europeos en el país y las importaciones se duplicaron.

También se inició el pago de la deuda externa (sobre todo a Inglaterra) y el pago de la deuda interna a las familias y comerciantes que habían aportado con dinero, joyas u otros objetos de valor a las guerras de independencia o a las sublevaciones de los caudillos. Para reclamar el pago, las personas o familias que habían colaborado con las causas patrióticas debían entregar bonos de consolidación, que eran documentos que certificaban las deudas y que en algunos casos llevaban las firmas de los libertadores José de San Martín y Simón Bolívar.

El apogeo del guano le permitió al presidente Castilla mejorar la institucionalidad nacional, aplacar el desorden político y modernizar, sobre todo, la ciudad de Lima. Desde la emancipación, el gobierno del Perú había estado en manos de militares que no tenían una idea clara del papel que debía cumplir el Estado para impulsar el desarrollo del país. La mayor parte del presupuesto público se invertía en armas y las mayores preocupaciones de los gobernantes pasaban simplemente por encontrar la manera de perseguir a sus rivales políticos y sofocar posibles revueltas destinadas a expulsarlos del poder.

Esta idea empezó a cambiar a partir de este periodo y por fin el país ingresó en una momentánea etapa de tranquilidad interna que sirvió para atraer más inmigrantes. En esta época el Salón de Comercio formado en 1835 se fusionó con la Biblioteca Inglesa en un local de la calle Bodegones 186 y pasó a llamarse Salón de Comercio y Biblioteca Inglesa de Lima.

Durante los tiempos del apogeo del guano y en años posteriores, un gran número de ciudadanos de origen inglés residían en el Perú. Se han encontrado registros de los hermanos John y Alexander Blacker, Stephen Henry Sulivan, John Barton, Edward Robertson, Charles Wilthew, George Hodges Nugent, Charles Higginson y familia, Henry Swayne, Clements R. Markham, Charles Edward Stubbs, Charles Eggert, Samuel Went, William Pitt Adams, William Russell Grace, Thomas Eldredge, Thomas Wheelock, Pedro Terry, John Rowe, Charles Rowe, John Mathison, Thomas Conroy, Joseph Brown, James Henry, George Logan, Charles Thomas, G. J. Rodewald, Gerald Garland, John Gallagher, John Robinson, Charles Williams, Chas. Browne, los hermanos John y Francis Bryce, John Black, Archibald Smith, J. A. Burnett, J. W. Clarke, John Mackie, Adam Butters, Henry Humphreys, los hermanos John y Charles Edwards, Thomas Dawson, Gerrit S. Backus, Douglas Hastings, Horatio Bolton, James Graham, Hugh Torrence, James Wingate, Samuel Duncan, Norman Evans, John Ward, John Gunner, Henry Hammond, Charles Kemish, Alex E. Prentice, Walter S. Church, José P. Davis, José Hindle, Thomas Buckley, Max Blum, Henry Hilton Leigh, Thomas Cole, entre otros.

También se han encontrado referencias a los apellidos Anderson, Elliot, Donovan, Adams, Thorndike, Bailey, Bayly, Moss, Briggs, Simpson, Lang, Park, Arrop, Redman, Porter, Pittman, Leslie, Nicholson, Hill, Griffiths, Allison, Ruden, Marriott, Benson, Caldwell, Clay, Clark, Colville, Meiggs, Crunning, Miller, Kendall, Maclean, Leadly, Dyer, Durham, Wingate, Torrence, Grey, MacGilvery, Farmer, Fleming, Taylor, Cochrane, O´Brien, Temple, Crosby, Fraser, Petrie, Ford, O´Phelan, Smith, White, Williams, Watson, Prain, Parker, Mayne, Elmore, Wells, Shaw, Sothers, entre muchos otros.

Foto: Registro oficial de cónsules británicos que cumplían funciones en Lima, Callao, Islay, Arica y Paita en 1855.

Ingleses en la independencia

La presencia británica en Sudamérica y el Perú aumentó de manera considerable durante el periodo que abarcó las guerras de independencia. Miles de militares, marinos y mercenarios ingleses se plegaron a los ejércitos de los libertadores José de San Martín y Simón Bolívar.

Hombres como el oficial naval Martín Guise, el mayor William Miller y el capitán Thomas Cochrane cumplieron un papel estelar en las fuerzas militares que acabarían con el dominio español en América del Sur. Otros ingleses, también cercanos a los emancipadores, se encargaron de escribir y publicar los acontecimientos ocurridos en aquella accidentada época. Así tenemos, por ejemplo, los libros de William Bennet Stevenson, el capitán Basil Hall y el capellán Hugh Salvin, quienes narran una serie de detalles interesantes relacionados a esos tiempos de exaltación patriótica.

Pero la independencia no fue un proceso sencillo y rápido. Después de la declaración de San Martín en 1821, fuerzas realistas continuaban combatiendo a favor de la corona española en diversos puntos del país y la inestabilidad política y social era total. Sin embargo, a pesar de esta compleja realidad, muchos comerciantes ingleses arribaron al Perú en busca de oportunidades y la mayoría se estableció como representantes de casas comerciales con sede principal en el Reino Unido.

En setiembre de 1822 la precaria junta gubernamental instalada por los libertadores declaró al Perú en bancarrota e hizo un pedido formal para que los comerciantes nacionales y extranjeros abonaran 400 mil dólares con la finalidad de financiar la expedición del coronel William Miller a Puertos Intermedios. A los comerciantes ingleses se les pidió pagar la mitad de ese dinero, pero ellos se negaron rotundamente y a través de John Moens solicitaron la protección del capitán Prescott, quien era el comandante de las fuerzas navales inglesas en el Pacífico.

Los gobiernos de los recién liberados países de Sudámerica sentían un profundo respeto por el poderío naval británico y no estaban dispuestos a hacer ningún movimiento que pudiera incomodar a Inglaterra, país que se había declarado neutral en la guerra entre España y sus colonias. Al final, los comerciantes británicos de Lima y Callao aceptaron entregar al gobierno un pequeño préstamo, sin intereses.

La expedición de Miller se realizó con éxito y se puede decir que la independencia real se logró en 1824 tras la batalla de Ayacucho, aunque algunos remanentes realistas continuaron atrincherados en el Real Felipe del Callao hasta 1826. Esa permanente tensión entre realistas y patriotas provocó que el 11 de diciembre de 1824 el primer cónsul británico en el Perú, Thomas Charles Rowcroft, muriera accidentalmente de un disparo en el camino del Callao a Lima. Ambos bandos lamentaron su pérdida para no enemistarse con Inglaterra, mientras que su lugar en el consulado fue ocupado por Charles Milner Ricketts. En tanto, el vicecónsul de Rowcroft, Udny Passmore, fue enviado a cumplir funciones en Arequipa. A fines de 1824 había 20 firmas inglesas operando en Lima y 250 ciudadanos británicos eran considerados residentes.

A pesar de que la situación política nunca se estabilizó totalmente, la colonia británica siguió creciendo en el Perú. Era habitual que los británicos se reunieran en los barcos mercantes y de guerra que permanecían por algunos días anclados en los diferentes puertos peruanos. Diariamente, capitanes, tripulantes, comerciantes y algunos invitados españoles y locales cenaban y bebían juntos en alguna embarcación hablando de negocios y política.

Henry Dalton, quien dejó constancia de su presencia en el país a través de un gran número de cartas, cuenta que llegó al Callao a los 17 años y que fue acogido por la familia de Mr. Crawley, gerente residente de la firma Gibbs Crawley & Co (*). Dalton no menciona el nombre ni las iniciales de Mr. Crawley, pero se presume que debe haber sido pariente cercano de uno de los socios principales de la compañía, Charles Crawley, quien vivía en Londres y era sobrino de Antony Gibbs. Sin embargo, tampoco se descarta que el mismo Charles Crawley haya acogido a Dalton en Lima, ya que a inicios de 1829 Crawley llegó a costas sudamericanas con su esposa y su hijo Charles Jr. para supervisar personalmente la marcha de sus negocios en Lima, Arequipa y Valparaíso.

Durante dos años, los Crawley trataron a Dalton como un miembro más de la familia, enseñándole algunos secretos de las actividades comerciales y llevándolo a eventos sociales, a diversas obras en el viejo teatro de Lima y a actividades recreacionales vinculadas a los juegos de azar. Dalton desarrolló una gran habilidad para esos juegos de azar y ganaba dinero con tanta frecuencia que tuvo problemas con los Crawley.

Esos problemas se agravaron una mañana que Dalton llegó al muelle del Callao, donde acostumbraba reunirse con otros ingleses, y un barco llamó su atención. Ese día, Dalton tomó una decisión comercial sin consultar con Mr. Crawley y adquirió todos los productos que cargaba la embarcación. Más tarde, pudo vender esos productos y obtener un saldo a favor.

Entusiasmado, Dalton le contó a Mr. Crawley lo que había hecho. Sin embargo, Crawley consideró que el beneficio obtenido había sido muy bajo y, harto del comportamiento de su joven protegido, decidió despedirlo con una paga que le alcanzaba para volver a Inglaterra. Sin embargo, con ese pequeño capital, Dalton decidió abrir su propia tienda en el Callao. Así nació Enrique Dalton & Co.

En esos primeros años de la república, la adaptación al país no era fácil para los inmigrantes británicos. A la inestabilidad política se sumaba la oposición de la iglesia a la llegada de no católicos, por lo que los ingleses, en su mayoría protestantes, tenían una serie de problemas de carácter social. Un ejemplo es que estaban impedidos de utilizar el cementerio católico y sus muertos eran enterrados en condiciones precarias en la isla San Lorenzo.

Del mismo modo, las autoridades políticas cambiaban permanentemente y mostraban una posición ambigua hacia la inmigración. Una clara muestra de esa ambigüedad se produjo en 1826 cuando el gobierno llegó a un acuerdo con Francisco Quiroz, Guillermo Cochrane y José Andrés Fletcher para la construcción de un camino de hierro entre Lima y el Callao. El acuerdo, que había sido firmado con dos personas de origen inglés, estipulaba en una de sus cláusulas que no se podían emplear trabajadores extranjeros en la obra. Al final, el acuerdo para construir ese rústico ferrocarril nunca se cumplió.

Las trabas políticas, burocráticas y religiosas no impidieron que muchos ingleses prosperaran significativamente en esos años. Entrada la década de 1830, el ya citado Henry Dalton había logrado expandir su compañía a otros lugares de Sudamérica y había adquirido una serie de embarcaciones para movilizar sus productos. También fue el primer agente consular británico en el Callao y se convirtió en banquero informal (en aquella época no había bancos en el país), honrando pagarés y otros medios de crédito y pago con firmas como Dickson Price & Co, Tayleur Read & Co, L. L. Alsop & Co y Lang Pearce & Co.

Pero no todos los ingleses que llegaban al Perú eran comerciantes o empleados de casas comerciales. También llegaron mineros (la Anglo Pasco Peruvian Company se fundó poco después de la independencia), ingenieros, artesanos, tenderos, aventureros y muchos otros que realizaban trabajos menores relacionados sobre todo a la actividad marítima. Del mismo modo, algunos ingleses dedicados a la investigación científica también llegaron a nuestras costas. Por ejemplo, en julio de 1835, el naturalista Charles Darwin llegó al Callao.

Lamentablemente, Darwin encontró al país sumergido en la guerra civil que concluiría con la formación de la Confederación Peruano-Boliviana. La independencia, que teóricamente había servido para establecer un orden político y económico más justo, provocó en realidad una situación de anarquía generalizada. Las luchas entre caudillos y los antagonismos regionales se hicieron frecuentes y condujeron a la región al desorden y al caos.

Darwin dejó constancia escrita sobre su visita a Lima y Callao en términos no muy elogiosos. Sobre Lima, Darwin escribió: "La ciudad está en la actualidad desorganizada; las calles no se hallan pavimentadas, a cada paso se encuentran montones de desperdicios sobre los cuales gallinazos negros, tan domésticos como aves de corral, rebuscan restos de comida. Las casas tienen de ordinario un piso alto construido de madera y recubierto de barro, a causa de los terremotos; se ven algunas casas viejas habitadas ahora por gran número de familias, esas casas son inmensas y contienen departamentos tan magníficos como los que pueda haber en cualquier otro lugar del mundo. Lima, la Ciudad de los Reyes, debió ser antiguamente una ciudad espléndida. El extraordinario número de sus iglesias le da aún hoy un sello muy particular, sobre todo cuando se la ve a corta distancia".

Por otra parte, respecto al Callao, Darwin señaló: "Es un pequeño puerto, no bien dispuesto y descuidado; sus habitantes, lo mismo que los de Lima, por lo demás, presentan todos los matices intermedios entre el europeo, el negro y el indio. Este pueblo me ha parecido algo licencioso y muy aficionado a los licores. La atmósfera está siempre cargada de malos olores, ese olor particular que se encuentra en casi todas las poblaciones de los países tropicales es aquí extremadamente fuerte...".

Un aspecto desconocido de la visita de Darwin al Perú fue el impacto que le causaron las tapadas limeñas. En el libro South America Called Them se publica que el científico británico admiró de las tapadas su vestimenta, su particular manera de caminar, el tamaño diminuto de sus pies y la profundidad que podía tener la mirada con un sólo ojo al descubierto. Una opinión parecida sobre las tapadas la tuvo el viajero inglés Samuel Haigh, quien vivió un corto periodo en Arequipa y quien visitó Lima en 1827.

Cuando Darwin llegó al Perú en 1835, la cantidad de inmigrantes ingleses en el país ya había aumentado notoriamente y, por iniciativa británica, se había formado una organización llamada Salón de Comercio, donde comerciantes extranjeros se reunían para discutir de negocios y preparar boletines relacionados a sus actividades. Algunos historiadores consideran que este fue el primer club formal fundado en el Perú.

Un año después, en 1836, un grupo de comerciantes ingleses apoyados por el cónsul británico Belford Hinton Wilson, un ex edecán de Simon Bolívar que reemplazó en el puesto a Ricketts, envió una serie de cartas a Inglaterra pidiendo mejorar las rutas de transporte marítimo.

Esas cartas llevan las firmas de súbditos británicos que residían en Lima y Callao, tales como Samuel Lang, William Duff, George T. Sealy, George Parker, J. W. Leadley, John Thomas, William Reid, William Hodgson, J. Sutherland, J. S. Platt, Valentine Smith, Henry Kendall, J. Farmer, John MacLean, Christopher Briggs, Thomas Young, R. R. Calvert, Charles Higginson, Charles R. Pflucker, C. F. Bergmann, Frederick Pfeiffer y Heinrich Witt, éstos cuatro últimos de origen alemán, pero muy vinculados a intereses ingleses.

Estos comerciantes apoyaban la iniciativa del estadounidense William Wheelwright, quien proponía establecer una compañía de vapores para navegar más rápidamente desde Gran Bretaña a Sudámerica, cubriendo el espacio comercial que se extendía por la costa occidental de Sudamérica desde Panamá hasta el Cabo de Hornos y que incluía parte de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Chile.

Esta amplia zona fue conocida por los británicos como “the West Coast” y sus principales puertos eran el Callao y Valparaíso. Debido a la importancia de este circuito marítimo, Wheelwright logró conseguir financiamiento británico (Clements R. Markham y P. C. Scarlett estuvieron entre sus financistas) para fundar la famosa compañía de vapores Pacific Steam Navigation Company (PSNC).

El 17 de febrero de 1840 la firma obtuvo la autorización británica para operar y obtuvo también un pequeño subsidio inglés para el transporte del correo. Ese mismo año arribaron a nuestras costas sus dos primeros barcos (el “Perú” y el “Chile”). Ambas embarcaciones eran vapores de paletas y viajaban desde Liverpool, vía el estrecho de Magallanes. De esta manera, los ingleses tenían cada vez más facilidades para llegar al país.

Foto: Registro actual de la presencia de Simón Bolívar en Londres en 1810.

(*) Esta compañía es la misma que John Moens fundó en 1822, pero cambió de nombre en 1824 después de una reunión en Londres entre Moens y los miembros de la casa de Antony Gibbs & Sons. Los socios principales, George Henry y William Gibbs, molestos por ciertos manejos comerciales de Moens, decidieron reducir su participación societaria de 25 a 10 por ciento y omitir su nombre de la compañía. Moens regresó al Perú y continuó trabajando en la firma hasta 1829 cuando fue reemplazado por John Hayne.

sábado, 12 de enero de 2008

Primeros ingleses

Los primeros rastros de la presencia británica en territorio peruano se encuentran en las crónicas coloniales que hacen referencia a la violenta y numerosa aparición de piratas ingleses y holandeses a partir de la segunda mitad del Siglo XVI.

Las costas del Virreinato del Perú, que abarcaba territorios de las actuales repúblicas de Panamá, Colombia, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil y Venezuela, fueron blanco frecuente de las feroces incursiones de estos hombres de mar, especialistas en el robo marítimo, el saqueo de puertos y ciudades, e incluso en el comercio de esclavos negros, con quienes poblaron buena parte de las islas del Caribe.

En el Siglo XVI los piratas ingleses más temidos por los colonizadores españoles eran el legendario Francis Drake, el primer británico en circunnavegar el planeta; y el negrero John Hawkins, aunque también existen detallados registros de las tropelías de John Oxenham, Thomas Cavendish y Richard Hawkins, quien después de un sangriento combate fue apresado y trasladado a Lima, donde pasó tres años en poder de la Inquisición antes de ser enviado como prisionero a España y posteriormente liberado.

En el Siglo XVII los ingleses Bartolomé Sharp, Edward Davis y John Cook lograron notoriedad por sembrar el pánico y la desolación en el Mar del Sur, mientras que en el Siglo XVIII aparecieron, entre muchos otros, George Anson y John Clipperton.

Los cronistas españoles llamaban piratas a todos los saqueadores, sin distinguir entre corsarios, bucaneros o filibusteros. Las autoridades coloniales los consideraban simples delincuentes, aunque algunos provenían de familias aristocráticas y otros, gracias a sus fechorías, lograron reconocimiento social y económico en sus países.

La piratería era apoyada, alentada y financiada por Inglaterra, Holanda y Francia para tratar de debilitar el inmenso poder español en América y se convirtió en una de las preocupaciones más grandes de los colonizadores hispanos en el Perú. Por ejemplo, el virrey Duque de La Palata llegó al extremo de ordenar la construcción de una muralla alrededor de la ciudad de Lima con la intención de neutralizar posibles asaltos piratas o una sublevación de los indios. La obra se terminó aproximadamente en 1685 y muchos años después, en 1774, otro virrey –Manuel Amat y Juniet– concluyó la construcción de la fortaleza del Real Felipe para repeler posibles ataques al puerto del Callao.

Durante la época colonial existió una evidente rivalidad entre España e Inglaterra que provocó que el número de británicos en el Perú sea casi insignificante. Existen evidencias de esa diminuta presencia porque algunos ingleses que formaban parte de la tripulación de los navíos piratas terminaron como prisioneros. Muchos fueron ejecutados, pero unos pocos lograron recuperar la libertad para volver a su país o para insertarse en la sociedad colonial realizando trabajos relacionados principalmente a asuntos marítimos. Sin embargo, no ha sido posible encontrar alguna pista sobre sus vidas personales o sus probables descendientes, porque en esa época era costumbre castellanizar completamente los nombres ingleses.

Recién a partir de los primeros años del Siglo XIX se percibe un incremento en la población inglesa en el Perú. Algunos comerciantes españoles contrataron un puñado de empleados ingleses para realizar labores relacionadas al comercio, la agricultura y la minería, mientras que a partir de 1818 el Virreinato flexibizó sus rígidas barreras burocráticas y toleró cierto grado de comercio con Inglaterra. En 1819 un número limitado de comerciantes británicos fue autorizado a establecerse en el Perú.

Eran tiempos en los que el poder español se debilitaba aceleradamente a nivel mundial. En 1808 Napoleón había tomado el control de España forzando la renuncia del rey Fernando VII y ubicando en el trono a su hermano José Bonaparte. Cuando Fernando VII recuperó su cetro en 1814, las ideas independentistas se habían extendido por todo el territorio americano y poco pudo hacer para detener la masiva rebelión de sus colonias. Al mismo tiempo, la influencia de Inglaterra crecía alrededor del planeta tras el fin de las guerras Napoleónicas.

De esta manera, no sorprende que antes de declararse la independencia ya se haya permitido la presencia de un pequeño grupo de comerciantes y empleados ingleses en el país. Por ejemplo, John Moens, un irlandés de ascendencia holandesa que era apoderado de la casa londinense de Antony Gibbs & Sons, llegó al Callao, procedente de Valparaíso, el 20 de diciembre de 1820 a bordo de la HMS Andromanche que comandaba el capitán Sherriff.

En esos momentos el puerto estaba bloqueado por las fuerzas navales de Lord Thomas Cochrane, un inglés al servicio de los libertadores. El general José de San Martín estaba entonces en Ancón y sus tropas, que habían desembarcado en Pisco, marchaban hacia Lima esperando unirse con el principal ejército patriota en Huaura.

Debido a esta delicada situación política, Moens no fue autorizado inicialmente a desembarcar en el Callao y tuvo que esperar 14 días en el Andromanche. Gracias a la influencia de algunos comerciantes españoles vinculados a la firma Antony Gibbs & Sons, Moens recibió el permiso respectivo y se dirigió a Lima el 4 de enero de 1821.

El comerciante se reunió con el virrey Pezuela, quien le recomendó ser muy discreto y no exhibirse públicamente en las calles de Lima y Callao porque miles de ingleses formaban parte de los ejércitos libertadores de San Martín y Simón Bolívar, así que los súbditos británicos no eran bienvenidos en el Perú y sus vidas corrían peligro. Moens viajó entonces a Arequipa, donde conocía a algunos clientes de la casa Antony Gibbs & Sons de Londres.

Sin embargo, el comerciante regresó a Lima el 28 de junio de 1821 y sólo unos días después, el 6 de julio, el virrey evacuó la ciudad. A pesar de la situación de absoluta incertidumbre política, Moens organizó un embarque de barras de oro y plata para la casa de Antony Gibbs & Sons a nombre de un grupo de amigos españoles.

San Martín declaró la independencia el 28 de julio de 1821, pero la resistencia realista en el Callao sucumbió recién el 21 de setiembre. Casi de inmediato muchos barcos ingleses y de otros países arribaron al puerto chalaco. Las embarcaciones se amontonaban en la bahía esperando su turno para descargar mercaderías de todo tipo.

Los comerciantes extranjeros fueron autorizados a establecer negocios en el nuevo Perú, aunque en principio solamente podían actuar como consignatarios (como Moens lo hacía) pagando un impuesto extra de 5 por ciento en importaciones. Por ese motivo, muchos de los ingleses que llegaron al Perú lo hicieron primero como apoderados de firmas ya existentes en Londres, Liverpool y Glasgow.

Uno de ellos fue John Begg, quien esperó pacientemente en Valparaíso la caída de Lima. Begg, como representante de la inglesa James Brotherston & Co, había fundado una casa comercial en Chile junto a un socio, Mr. John Barnard. Tras la independencia del Perú, su socio quedó como encargado del negocio en Santiago y Begg decidió partir a Lima junto a un grupo de empleados, entre quienes se encontraban Hugh McCulloch y William Hartnell (ambos, poco después, serían pioneros en el desarrollo comercial de California).

Begg llegó al Callao en 1821 a bordo de un barco propio llamado Favourite. Uno de sus empleados, Jonathan Wistanley, hizo todos los arreglos para establecer en el Perú un almacén y una tienda que funcionarían bajo la firma de John Begg & Co. De esa misma época data la presencia en Lima de la compañía inglesa Frederick Huth & Co, la cual había sido fundada en Londres por el comerciante alemán Frederick Huth en 1808.

Mientras tanto, el ya citado John Moens fundó el 1 de enero de 1822 la casa Gibbs, Crawley, Moens & Co, y dos meses después, en marzo, fue recluido en prisión por tres semanas acusado de enviar un cargamento de plata sin pagar impuestos. La acusación resultó falsa y puede interpretarse como una advertencia de los patriotas a Moens, quien imprudentemente continuaba negociando con personajes que habían estado muy vinculados con la causa realista.

La firma Graham, Rowe & Co también empezó a operar en el Perú en 1822 y muchas otras compañías británicas se establecieron en el país en aquella época, aunque lamentablemente no existen registros oficiales ni fuentes confiables para identificarlas a plenitud. Estas firmas traían toda clase de manufacturas británicas y enviaban a Europa productos como oro, plata, algodón, cacao, maíz, lana, piel y sebo.

Los comerciantes y empleados ingleses de esas compañías establecieron su propio círculo social, realizando los domingos actividades relacionadas a la caza y a informales carreras de caballos. Algunos también participaban en los bailes, paseos y picnics que se ofrecían en Lima y Callao. Se conoce, además, que funcionó en Lima una "poetical society", donde algunos ingleses se reunían una vez al mes para discutir sobre poesía.

A través de la revisión de una carta personal, se sabe que en diciembre de 1822 un grupo de 104 británicos disfrutaron de una gran cena con carne, pudín y vino. Después el grupo se dirigió a un descampado cubierto de flores para cazar y correr a caballo. Entre esos ingleses estuvieron William Atherton, Mr. Wyld, Mr. Armstrong, el viejo Reed y presumiblemente la señorita Lynch, John Gates, el doctor Robert C. Wyllie, Henry Dalton y el profesor James Thomson, quien había llegado a Lima avalado por José de San Martín para intentar implantar el sistema lancasteriano de enseñanza en la Escuela Normal.

Por otra parte, Arequipa también recibió a un número importante de ingleses en aquella época como Samuel B. Mardon, John C. Jack, Samuel Lang, James Gibson, Thomas Elliot, John F. Johnson, John Ward, Thomas N. Crompton, Robert Page, Thomas Harper, Samuel Haigh, John More, William Matthews, el doctor William Bennett, Samuel Went, Valentine Smith, John Robinson, el doctor Francis Anderson, Henry Kendall, William Jackson, entre otros.

Foto: Mapa que data de la época del pirata Francis Drake dibujado por Giovanni Battista B.