martes, 19 de agosto de 2008

El obstinado coleccionista

El comerciante inglés John Blacker Thierry no tuvo una buena relación con su hijo Carlos, a quien siempre le reprochó su escaso interés por los negocios y su apego a la vida distraída. Sin embargo, Blacker siempre aceptó a su hijo en casa y, fiel a las costumbres de la época respecto a los hijos varones, le dio el privilegiado trato de primogénito, aunque en realidad tenía un hijo mayor, Leoncio, viviendo en el Perú.

Un año después de la boda de Carlos, John Blacker continuaba trabajando y se había acostumbrado a convivir con una bronquitis crónica. Sus problemas de salud no parecían serios cuando, de forma inesperada, un fatal ataque cardíaco le costó la vida. Blacker murió en su casa el 6 de abril de 1896 a los 73 años de edad y su deceso fue inscrito en Londres por su hijo menor, John.

Tras su muerte se conocieron una serie de increíbles detalles acerca de su enloquecida afición por coleccionar libros antiguos, cuyo valor no radicaba en sus páginas sino en que estaban cubiertos por las más finas encuadernaciones del periodo del Renacimiento, las que alguna vez habían pertenecido a bibliotecas de reyes, reinas, coleccionistas, papas y cardenales.

La delirante historia está registrada en el libro Eloquent Witnesses, bookbindings and their history, editado por Mirjam M. Foot. En la publicación se señala que desde 1873 John Blacker tuvo el monopolio de las compras de los libros encuadernados que enviaba en consignación desde París a Londres un tal Monsieur J. Caulin.

Todos los libros llegaban a la tienda del respetado anticuario Bernard Quaritch y Caulin aseguraba que los libros habían sido propiedad de Francisco I, Enrique II y III, Catherine de Medici, Diane de Poitiers y Anne de Montmorency, entre otros personajes de la realeza y el clero. Por una comisión del 5 por ciento, Quaritch vendía indefectiblemente tales tesoros a John Blacker, a quien llamaba “el cliente importante”.

No fue hasta 1885 que un hecho casual fue clave para descubrir que los costosos libros que Quaritch vendía a Blacker eran, en realidad, simples falsificaciones. En el verano de 1885, después de muchos años de rechazar cualquier posibilidad de viajar fuera de Londres por temor a alejarse de sus libros, John Blacker viajó repentinamente a la ciudad de Blois, en Francia. El comerciante inglés no tenía dudas de la autenticidad de sus encuadernaciones, pero estaba ansioso por aprender más sobre ellas. Sin embargo, en ese viaje a Francia, Blacker fue advertido de que Caulin era el seudónimo que utilizaba un famoso falsificador llamado Hagué, quien ya había perpetrado un gran fraude en un museo.

A su regreso de Blois, John Blacker se reunió con Quaritch y le contó los detalles de su descubrimiento. Quaritch, aparentemente horrorizado, se comprometió a detener toda transacción futura. No obstante, Blacker le insistió que continuara vendiéndole los libros de Caulin. El comerciante inglés se rehusaba a creer que eran falsificaciones y pensaba que todo era un ardid del mismo Caulin para recuperar los libros a bajo precio.

Quaritch aceptó continuar con las transacciones, pero con tres condiciones: la primera, que en las futuras negociaciones actuaría como simple servidor de Blacker; la segunda, que estaría al margen de cualquier responsabilidad legal o financiera; y la tercera, que cobraría 10 por ciento de comisión en lugar de 5 por ciento. El anticuario argumentó que el alza de la comisión se justificaba porque era un riesgo para su reputación vender libros que podían ser falsificados.

Estas extraordinarias condiciones fueron aceptadas por John Blacker, quien firmó un acuerdo el 9 de enero de 1886. Durante cinco años más, hasta 1890, Blacker continuó pagando incluso cantidades más altas para adquirir los libros enviados por Caulin a Quaritch. En total, el comerciante inglés gastó una fortuna superior a las 70 mil libras esterlinas de aquella época.

Tanta obsesión desarrolló Blacker por sus libros antiguos que prohibió a su familia hablar sobre ellos. Incluso, su esposa Carmen Espantoso (*) e hijos no podían atreverse ni siquiera a mirarlos. Para conservar los libros, Blacker encargó confeccionar cajas especiales a medida, las cuales fueron hechas de cuero y terciopelo por la firma Leuchars, la más cara en Bond Street.

Cada libro encajaba perfectamente en cada caja, en la que el comerciante inglés guardaba además un sachet de perfume Atkinson. Cada noche, después de la cena, Blacker se sentaba en absoluta soledad en el comedor de su casa para admirar sus libros. Si alguien de la familia aparecía por casualidad, Blacker tenía siempre a la mano una tela de seda para cubrir los libros e impedir que sean vistos. Alguna vez, cuando un técnico fue a su casa a arreglar el cierre de una de sus finas cajas, Blacker comentó que “hubiera sido capaz de pagar 50 libras esterlinas para que ese hombre no viera el libro”.

La obsesión que desarrolló llegó a extremos incomprensibles. Nunca quiso mostrar los libros ni discutir sobre ellos con otros coleccionistas o conocedores, y disfrutó su afición en estricto secreto, como si se tratara de algo prohibido.

La historia dio un vuelco radical e inesperado en 1890 cuando Caulin, el proveedor de los libros, viajó a Londres para conocer personalmente a John Blacker. El encuentro se produjo en la tienda de Quaritch, ubicada en Piccadilly Street número 15. Aquel día, contra toda lógica, Caulin confirmó que en realidad era el falsificador Hagué y confesó que él mismo había hecho las encuadernaciones de todos los libros que había enviado a Quaritch y que habían terminado en manos de Blacker.

A pesar de haber escuchado la confesión con sus propios oídos, el comerciante inglés rechazó obstinadamente la historia que había escuchado, sostuvo que los libros no podían ser falsificaciones y creyó que Hagué estaba tratando simplemente de comprárselos a bajo precio para poderlos revender. No obstante, desde ese día hasta su muerte en 1896, Blacker no compró otro libro enviado por Caulin (Hagué) a Quaritch.

El heredero de la biblioteca de John Blacker fue su hijo Carlos, quien nunca había visto los libros y ni siquiera sospechaba que eran falsificaciones. Cuando se produjo la muerte de su padre, Carlos confiaba en recuperarse económicamente con la venta de tan fastuosa colección privada. Por ese motivo decidió visitar al anticuario Bernard Quaritch, quien personalmente le contó todos los detalles de la historia. Ante semejante revelación, Carlos terminó desanimado y confundido. Posteriormente, Quaritch lo visitó en su casa para revisar los libros y le recomendó llevar algunas piezas al Museo Británico para que sean evaluadas por expertos.

Carlos no debía mencionar ninguna duda sobre los libros y sólo preguntar por su valor, de modo que los expertos pudieran decidir imparcialmente sobre su precio. Al final, Carlos y su esposa seleccionaron cuatro libros y los llevaron al Museo Británico. Dos expertos tomaron primero el libro con la encuadernación más modesta y se entusiasmaron con él. Inmediatamente lo señalaron del periodo del rey francés Francisco I.

Luego, revisaron un segundo ejemplar, lo miraron en silencio e intercambiaron miradas. Sin mencionar palabra alguna tomaron nuevamente el modesto libro que habían visto con anterioridad. Uno de ellos lo examinó cuidadosamente, sacudió su cabeza y luego hizo comentarios a su colega acerca de algo incorrecto en la cubierta. Una parte del diseño no se ajustaba al periodo supuesto.

Después de esto, ellos perdieron interés y necesitaron sólo una mirada más para decir que todos eran una falsificación. La evaluación no les tomó más de 10 minutos y aunque admiraron la encuadernación y el trabajo a mano, no dudaron en decir que eran falsificaciones. La esposa de Carlos Blacker, Caroline Frost, se mostró sorprendida porque en menos de 15 minutos los expertos del Museo Británico habían descubierto algo que Quaritch y su experto, Mr. Kearney, no pudieron descubrir durante casi 20 años.

Comprensiblemente enfadado, Carlos Blacker fue a increpar a Quaritch por los resultados obtenidos y le preguntó: "¿Por qué usted no solicitó la opinión de un experto durante todo el tiempo que le vendió los libros a mi padre?" Quaritch replicó: "No hay mayor experto en el mundo que nuestro Mr. Kearney".

En realidad, Michael Kearney, un reputado linguista y pensador al servicio de Quaritch, sí había tenido sospechas sobre las encuadernaciones. Aunque no era un especialista en la materia, Kearney le había advertido a Quaritch de que en algunas encuadernaciones el cuero lucía sospechosamente reluciente y que algunos finos acabados parecían haberse conseguido con la utilización de herramientas modernas. Quaritch siempre minimizó esas advertencias.

Finalmente, la colección completa fue rematada en Sotheby´s el 11 de noviembre de 1897 a un precio irrisorio de 1,900 libras esterlinas y fue presentada bajo el siguiente nombre: “A Remarkable Collection of Books in Magnificent Modern Bindings, formed by an Amateur (Recently deceased)”.

Carlos hizo todo lo posible para que el tema no se hiciera público con la finalidad de evitar que su padre sea recordado como un absoluto tonto y se convirtiera, además, en una burla pública. Con esta acción también ayudó a salvaguardar el prestigio y honestidad de Bernard Quaritch, cuya casa comercial funciona hasta la actualidad en Inglaterra.

John Blacker Thierry dejó escrito un testamento en el que no hace ninguna mención a los hijos naturales que tuvo en el Perú.

Foto: John Blacker Thierry (sentado) en una fotografía familiar junto a su hijo Carlos.

(*) Respecto a Carmen Espantoso Oramas, esposa de John Blacker Thierry, debe decirse que falleció el 27 de noviembre de 1917. Los detalles de su muerte forman parte de las memorias escritas por su nieto Carlos Paton Blacker Frost.

Unas semanas antes de su deceso y en plena Primera Guerra Mundial, Carmen Espantoso cayó enferma con dolores abdominales. Varios doctores fueron consultados y todos coincidieron al decir que no había nada que hacer porque ella tenía un tumor inoperable.

El caso fue finalmente tomado por el doctor Maumus, quien era en cierta medida amigo de la familia. Maumus decidió utilizar morfina para aliviar los dolores de la paciente lo que provocó que Carmen Espantoso perdiera el apetito (no comió por nueve días antes de su muerte) y sufriera alucinaciones repitiendo constantemente frases en francés y español, tales como 'Mon Dieu comme c'est beau de mourir,' 'Que tu es beau, mon Dieu' y 'Señorito Jesús, qué lindo eres".

Además, según relataron sus familiares más cercanos, su fallecimiento estuvo rodeado de heroicidad y sacrificio. Carmen Espantoso era una devota católica y quedó particularmente afectada cuando se enteró de que su nieto John Robin Blacker Frost había muerto durante la guerra a los 18 años de edad.

Por eso, cuando el conflicto armado todavía no había terminado, decidió hacer un ofrecimiento a Dios para salvar las vidas de sus familiares más jóvenes, en especial las de sus nietos Carlos Paton Blacker Frost, quien también formaba parte del ejército británico (Coldstream Guards), y Ernest Devaux Blacker, oficial en la armada alemana, paradójicamente enemiga de Inglaterra.


Antes de morir y sufriendo terribles dolores, Carmen Espantoso le contó a su hija Dolores que se sentía muy feliz porque Dios había aceptado su sacrificio y tomaría su vida a cambio de preservar la de sus familiares más jóvenes.

Producto de una travesura del destino o de la inmensa fe de Carmen Espantoso, su nieto Carlos Paton sobrevivió en efecto a la guerra, estudió medicina, se especializó en psiquiatría, participó en la Segunda Guerra Mundial y luego se convirtió en uno de los pioneros de la planificación familiar en el mundo. Carlos Paton murió en 1975 dejando tres hijos: John Blacker, Thetis Blacker y Carmen Blacker. Los tres alcanzaron alto reconocimiento profesional en Inglaterra y fallecieron sin dejar descendencia.

2 comentarios:

José Abad dijo...

¡Qué historias! Ojalá alguno de esos libros hubieran llegado al Perú. Sorprende el celo enfermizo de Blacker con su colección privada.

Muchas gracias

José Abad
http://www.accidentetranvia.blogspot.com/

Lizzie Alvarado dijo...

José, muchas gracias por el comentario.